Juan Diego López
Filósofo y analista internacional
Filósofo y analista internacional
Más allá de un político o de un ideólogo, Marx fue un científico. La historia del pensamiento le atribuye la formulación de la primera teoría propiamente dicha sobre el desarrollo de la sociedad y la historia humana. A diferencia de Comte y de la “filosofía de la historia” que inauguró, Marx fundó su ciencia de la sociedad en los hechos propios de la vida social: en la economía, en la política, en la historia, en el derecho y, a partir de esas relaciones sociales, estudió las formas sociales de la conciencia que les corresponden en distintas etapas de su desarrollo histórico.
Terminada la guerra fría y con la desaparición del campo socialista, la teoría social marxista superó aquel dejo subversivo que le impregnó el leninismo y el prejuicio de representar la apología de la violencia y la barbarie. Como en todo pensador de talla, en Marx sobran las inconsecuencias, los errores de interpretación y las pasiones que obnubilan la razón. Pero, separando lo circunstancial (tal y como hoy hacemos al valorar los aportes de Aristóteles, de Galileo, de Newton o de Einstein), la contribución de Marx para el conocimiento de la sociedad permea, cada vez más, los sectores académicos, intelectuales y científicos de todo el mundo.
Que la lucha de clases sea el motor de la historia no es más que una consigna que refleja las condiciones sociales de su época. La lucha ideológica contra la restauración del orden feudal, a favor de la sociedad civil y del sistema republicano y por la denuncia de la más despiadada explotación de los seres humanos. Marx fue hijo de su tiempo. Pero lejos de sumergirse en el activismo político, dedicó su vida al estudio de la economía, a la comprensión de la dinámica interna de la sociedad y a la develación del carácter profundamente innovador y revolucionario del sistema capitalista.
Según él, la naturaleza transformadora del sistema capitalista reside en su irrefrenable tendencia al desarrollo infinito de las fuerzas productivas. El capitalismo cambia la naturaleza del trabajo humano entendida como mera fuerza bruta, introduce innovaciones tecnológicas que incrementan la productividad, democratiza la producción por cuanto supera su vinculo con las habilidades propiamente personales del artesano y produce materias primas artificiales, involucrando la investigación científica y promoviendo el desarrollo tecnológico. Asimismo, con el propósito de acelerar la circulación y el consumo de mercancías, el sistema capitalista permite la construcción y diversificación de la infraestructura material de la sociedad, la aparición de los medios masivos de comunicación y, progresivamente, la incorporación de toda la sociedad en el proceso de producción y consumo. De esta manera, expande hacia el infinito la llamada frontera de posibilidades de la producción que caracteriza (con mucho, más que en los tiempos de Marx) la actual sociedad.
Y es precisamente (o paradójicamente) en esta febril dinámica del desarrollo social en donde Marx encuentra las bases para su teoría de la historia. En su tiempo era mucho más evidente que la acelerada masificación y socialización de la producción social, contrastaba violentamente con la apropiación privada, cada vez más concentrada en pocas manos, de los beneficios de la actividad productiva de toda la sociedad. Para Marx, esta era la contradicción fundamental que, inevitablemente, se resolvería también con la socialización de la riqueza producida por la sociedad y, con ello, el ingreso a la sociedad igualitaria, dueña de los beneficios que en su conjunto produce y que, de acuerdo con su época, la denominó “comunista”.
Es decir, para Marx, la sociedad comunista es el resultado inexorable del propio desarrollo del sistema capitalista y su dinámica, pronostica, se presentará como un período de revolución social. No obstante, en la formulación de esta ley, Marx no refiere ni menciona sublevación proletaria alguna, ni le atribuye ningún papel a los partidos comunistas y, mucho menos, a un “sistema socialista”. Naturalmente, el papel de los trabajadores pudo ser fundamental y Lenin procuró convertirlo en realidad. Pero, con o sin organizaciones de trabajadores, con o sin partidos comunistas, con o sin sistema socialista, inevitablemente, el capitalismo avanzará hacía una sociedad que supere la contradicción entre la producción social y la apropiación privada de sus beneficios.
Durante todo el siglo XX se creyó que la ley histórica de Marx se impondría por los medios leninistas y al puro estilo soviético. Pero, ante el fracaso del sistema socialista, ¿es lícito afirmar que también la ley marxiana periclitó? Sostener algo así sería como afirmar que las extinciones cíclicas (incluidos los dinosaurios y la megafauna) invalida la teoría darwiniana de la evolución. Tanto como en la naturaleza, en la vida social las leyes de su desarrollo se abren paso en modo insospechado. Que la vía hacia la utopía igualitaria brote del sistema capitalista es totalmente congruente con la teoría marxiana y no debería causar tanta sorpresa y rechazo entre los viejos marxistas; pero que, además, ese tránsito discurra sin alzamientos armados, sin dictaduras proletarias ni la guía de partidos comunistas, sí que resulta asombroso para quienes vivimos la guerra fría.
Pero antes que aferrarse al pasado, ya sea por nostalgia, por prejuicio o resentimiento, la ciencia social marxiana ofrece un inapreciable instrumental teórico y metodológico para ensayar una explicación actualizada, inédita, acerca de la contradicción descubierta por Marx y sobre la dinámica de su resolución en el contexto del sistema capitalista del siglo XXI
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