13 de julio de 2007

La Democracia Internacional

Juan Diego López, M.Sc.

Luego de mi última reflexión sobre el TLC, he recibido mensajes por las más diversas vías quiénes me instan a ampliar un aspecto de las relaciones internacionales que es de suma importancia y que dejé de lado. Se trata de lo que llamaría “la naturaleza democratizante” de las relaciones internacionales en la era de la globalización.

En mis intervenciones anteriores he señalado una cuestión que, para los fines de esta reflexión, es fundamental: la concepción de la globalización en términos de la superación de la vida política como el medio “natural” de las relaciones sociales. Sólo para efectos del presente razonamiento, me permito repetir que la liberación de la sociedad de la prevalencia de las relaciones políticas por encima de todas las demás, es un hecho trascendental en la historia humana. No sólo significa la ampliación del ser social en sus aspectos culturales, espirituales y propiamente humanos, sino también que es el triunfo del individuo humano, de sus motivaciones, anhelos y valores, sobre la masificación y la indiferenciación personal que le asignaran las sociedades anteriores.

Si la política es imposición (no importa si por la fuerza de las instituciones sociales o por la voluntad de la mayoría), su componente estructural es la violencia. De allí su comparación con la guerra y su definición como la continuación de la política por otros medios. Mientras prima la política sobre todas las relaciones sociales, los vínculos entre los seres humanos están regidos por la ley del más fuerte y por la capacidad de aplicar la violencia para conseguir los fines deseados. Como ya lo he dicho, esta “mentalidad” es la base de toda la historia de la humanidad y fue considerada como la única y auténtica “naturaleza humana” por filósofos y sabios de todas las épocas.

No hace más de veinte años, ante el surgimiento y desarrollo de la novedosa institucionalidad internacional, destacados juristas y pensadores sonreían ante el concepto de “derecho internacional”. Se creía, no sin razón, que esta variante jurídica carecía del elemento esencial que define y da la fuerza real al derecho: la capacidad de coerción. ¿Cuántas veces se condenó al régimen del apartheid de Sudáfrica y cuántas veces burló las sanciones internacionales impuestas? ¿Cuántas veces el derecho al veto de las grandes potencias moldeó y definió de acuerdo con sus intereses la acción de las Naciones Unidas? ¿Cuántas veces los países más débiles se agruparon en distintos tipos de organizaciones (los “no alineados”, la OPEP, la OPEB) para hacer escuchar su voz infructuosamente? En definitiva, en el clima de la guerra fría, de la polarización política mundial en dos bandos irreconciliables, inspirados en la doctrina de la disuasión militar y encerrados en sendos bloques ideológicos monolíticos, las posibilidades del derecho internacional eran muy limitadas y, no pocas veces, caricaturescas.

No obstante, la derrota del sistema socialista mundial y el fin de la bipolaridad internacional provocó un drástico giro en este panorama. Al fenecer la adscripción forzada, restringida y siempre condicionada a un bando político ideológico, los innumerables matices de la vida social desbordaron los cánones y patrones hasta entonces conocidos. La nueva sociedad, post socialista y post capitalista se abrió paso en forma vertiginosa. No creo exagerado emplear el término “eclosión” para caracterizar lo que sucedió en el panorama general de la civilización a partir de 1990. En medio de la maraña de acontecimientos, del cambio de la geografía política mundial, de la desaparición de la Unión Soviética, de la constitución de la Unión Europea, del fortalecimiento de la OMC, del abandono del aislacionismo estadounidense con la firma del NAFTA, se dio un hecho de espectacular importancia: en octubre de 1998, el ex dictador chileno Augusto Pinochet fue arrestado por la Scotland Yard, mientras convalecía en una clínica londinense, por orden de un juez español y acusado de asesinato, tortura y genocidio. La relevancia de este acontecimiento fue resumida por el Ministro del Interior británico de esta forma: “... los que cometen abusos contra los derechos humanos en un país no pueden asumir que estarán a salvo en cualquier otro”.

No es casualidad que la fuerza coercitiva de la legislación internacional se mostrara en el campo del derecho penal. De acuerdo con la teoría jurídica, el derecho penal constituye el núcleo de la estructura legal de la sociedad y muestra la naturaleza de su vigencia real. Por así decirlo, revela la fuerza esencial que las normas jurídicas adquieren en un momento histórico determinado. Desde mi punto de vista, este hecho constituye el punto de giro en la transformación del derecho constitucional en derecho internacional y la adquisición del rango de un valor universal. A partir de ese momento, la legalidad internacional alcanza un fuero ineludible y abre un novísimo y profético panorama en las relaciones sociales del siglo XXI. Como una síntesis del desarrollo de las relaciones sociales en su conjunto, el derecho ya no sólo tiene una fuente nacional, validado por las normas jurídicas domésticas en las que se inscribe y en las instituciones que le otorgan su fuerza y legitimidad. Por así decirlo, el derecho penal se descentraliza y se convierte en un valor universal.

Ahora bien, la descentralización del derecho, su internacionalización y universalización genera e institucionaliza un “estado de derecho” en el cual la norma jurídica es igualmente válida para todos los sujetos que cubre. La legalidad iguala y es la base institucional de la democracia. Ningún individuo, como sujeto de la ley, se encuentra por encima de ella y su acatamiento, más allá de toda diferencia particular, es la regla general. Naturalmente, este “espíritu de la ley” es un hecho histórico y su observancia impersonal (más allá, de la riqueza, del prestigio o el poder de los individuos) se da en proporción directa al desarrollo y madurez de la sociedad en la que rige. La corrupción, el favoritismo o el prejuicio son vicios reconocidos y sancionados en todo sistema jurídico y su erradicación forma parte de los valores y aspiraciones de la humanidad.

No obstante, el salto histórico que protagoniza la humanidad hacia el siglo XXI con el desarrollo y universalización de la institucionalidad jurídica es inequívoco: la democratización internacional. Los sujetos de esta nueva modalidad del derecho público, los estados, sin importar sus dimensiones geográficas, su poderío económico o militar, son miembros de la comunidad internacional en igualdad de condiciones. Por igual, son sujetos de derechos y obligaciones y la eficiencia real de la norma jurídica, su coercitividad y punibilidad trasciende el plano moral y alcanza medidas materiales de gran trascendencia. Si bien no existe un legislador universal, el tejido jurídico internacional se forma y consolida por la acción recíproca de las partes involucradas. Los Estados, como sujetos activos del derecho internacional, acuerdan los términos de sus relaciones y establecen las normas concretas que regirán sus vínculos. Para ello, crean, actualizan y desarrollan una amplia variedad de instrumentos jurídicos en los que, más allá de su denominación, establecen las reglas que guiarán y normarán sus relaciones recíprocas.

Lo bueno, hasta aquí, es que el TLC se inscribe en la dinámica de la sociedad actual y se propone llevar las relaciones internacionales de los firmantes al nivel más civilizado de la convivencia humana.

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