Luego de tratar el contexto en el cual se da el TLC, de criticar las evasivas, aparentemente serias del PAC, partidarios de ambas tendencias me han retado a referirme a los efectos negativos del TLC. Se trata de un punto sensible en el debate y, para quienes estamos con el sí, resulta un tanto comprometedor. No obstante me parece justo y muy necesario intentar esa óptica de la cuestión.
Naturalmente, todo cambio en las relaciones económicas tiene resultados negativos. Por más perjudicial que eso fuere para el referendo que se avecina, sería deshonesto negarlo. Estos efectos indeseados han sido estudiados extensamente en la literatura pertinente y, en el campo de las Relaciones Internacionales, han dado origen a una serie de medidas e instrumentos tendientes a controlar su impacto social. Señalo esto porque es necesario despejar la discusión de elementos de duda mal avenidos que pretenden dar la impresión de irresponsabilidad y desinterés respecto de estos efectos negativos. Lo cierto es que, tanto en la teoría como en los hechos, el estudio de las consecuencias indeseadas forma un campo disciplinario, lleno de análisis históricos, exámenes comparativos y denuncias, pero también pletórico de propuestas, de medios prácticos para la solución de esos problemas y de instrumentos de prevención y control de efectos indeseados.
1. Asimetría, riesgos e impacto negativo
Cuando dos países o regiones acuerdan cualquier tipo de vínculo de integración, lo primero que se toma en cuenta en las disciplinas científicas involucradas (Relaciones Internacionales, economía internacional, política internacional, derecho internacional, etc.) es la asimetría existente entre ambas realidades. El grado de desarrollo relativo es el elemento inicial y esencial para la regulación de las relaciones mutuas y para asegurar el beneficio recíproco de las acciones integrativas. Naturalmente, las iniciativas de integración parten de una base común mínima que sea capaz de soportar la fusión de ciertas actividades económicas y sociales. No obstante, las diferencias y desequilibrios detectados, antes que ignorarse o dejarse al azar, son objeto de medidas especiales que, normalmente, forman parte integral de los acuerdos.
Así, la integración de España, Portugal y Grecia a la Unión Europea estuvo acompañada de una serie de “medidas de contingencia” tendientes a suavizar los principales desequilibrios en los campos más sensibles (agricultura, comunicaciones, legislación, monopolios, etc.). También el proceso de integración entre Centroamérica y México ha estado acompañado de este tipo de acciones (conocidas como el Plan Puebla-Panamá) que buscan resolver las asimetrías detectadas mediante medidas de financiamiento y cooperación internacionales. Igualmente, el TLC contempla la llamada “agenda complementaria” que se propone controlar y resolver los efectos negativos que acarrea la integración, no sólo de diversas realidades regionales (Centroamérica y República Dominicana) sino el impacto de la vinculación regional con Estados Unidos, considerada la economía más poderosa del mundo.
En la jerga de las Relaciones Internacionales suele hablarse, más que de efectos positivos o negativos, de ganadores y perdedores. Esta denominación, tiene una razón conceptual. No se trata de efectos (positivos o negativos) como los resultados ciegos de las fuerzas naturales. Se trata del manejo consciente, planificado y deliberadamente asumido de una nueva situación en la vida social. En este concurso, muy por encima de los resultados esperados, de la asistencia y de la cooperación programadas, los protagonistas son los seres humanos. Y estos, como ha sido siempre y no dejará de serlo, al perseguir un sueño también asumen riesgos. El peor de los riesgos es el que se enfrenta solo y sin asistencia; pero aún con todo tipo de apoyo, el riesgo económico es un trance veleidoso. Sin duda, se parece más a una competencia en la que el fin es ganar, que a una acción social que se propone rescatar o salvar del infortunio. En la vida económica cotidiana, con TLC o sin él, se gana o se pierde y la responsabilidad por las decisiones parece ser intransferible.
Este riesgo, antes de que existiera el TLC o sindicato alguno, ha sido la norma de la vida económica y los niveles de estrés que provoca hacen que muchos desistan antes de empezar o que enloquezcan y se maten ante la sombra del fracaso. Suele decirse que en el fútbol la derrota es para aprender; pero, en las decisiones de la vida real, la derrota puede ser aniquilante. Ante una mala inversión no hay tribunal de apelaciones que valga y el peso de las decisiones cae sobre el ser humano, quien puede ser un banquero astuto, un campesino iletrado, un neófito impaciente o un viejo prestamista privado. ¿Quién no ha visto erigirse emporios económicos fabulosos y quién no los ha visto caer con la misma celeridad? Pero, naturalmente, el riesgo es un componente de toda la vida social. Todo tipo de decisiones (la compra, la venta, el crédito, el contado, la promesa, el compromiso, la adhesión, el respeto y las expectativas) se da en un contexto dominado por la incertidumbre. Y esto es lo que caracteriza la vida social sobre la vida ideal y paradisíaca.
Ni siquiera la expresión de los pensamientos más íntimos está libre de riesgos. Por plasmarlos en letras, en lienzos, en melodías o en versos, muchos seres humanos figuran en el panteón de la historia y casi todos ellos representan los ideales heroicos de la humanidad. Correr el riesgo es un valor supremo, en tanto que la indiferencia o el temor son concebidos como un acto de la más suprema cobardía. Tanto en el juego de la vida como en las relaciones económicas, el riesgo provoca ganadores y perdedores. Aquí, en lo que respecta al TLC, es que este juego se realice en condiciones justas y que estas estén regidas por el apoyo y la asistencia oportuna y suficiente. Sin ello, las relaciones sociales serían únicamente un medio de depredación, sin más ley que la fuerza bruta.
La minimización del riesgo y la limitación de las probabilidades de caer en el campo de los perdedores es un principio fundamental de las ciencias internacionales. No puedo dejar de referir que esta tendencia hacia el beneficio recíproco se revela, en modo prístino e inequívoco, con la desaparición de la bipolaridad mundial y el advenimiento de la era de la globalización. Todas las medidas de contingencia que orienten las relaciones internacionales y toda “agenda complementaria” en la negociación de acuerdos de integración, revelan un cambio profundo e insoslayable en el desarrollo de la civilización. El ascenso del individuo humano al escenario estelar de la humanidad, su reconocimiento como valor supremo y elemento dinamizador de toda la vida social, muestran claramente el “espíritu” que anima la civilización del siglo XXI, aunque aún tarde en imponerse y constituir el núcleo de las relaciones sociales.
Ahora bien, contrariamente a lo que dice el discurso retardatario, no existen ganadores o perdedores predeterminados ni caminos diseñados para llevar a unos al paraíso y a otros a los infiernos. En la vida social, y menos aún en las cuestiones económicas, existen ganadores o perdedores anticipados. Así como hay equipos aventajados, también hay grupos de alto riesgo. Es claro que aquellos sectores sociales, posicionados y consolidados en una actividad productiva o comercial, tendrán una amplia ventaja en el juego de la competencia económica. Pero esta ventaja casi no se diferencia de la que gozan actualmente, excepto por un hecho trascendental: si bien las empresas posicionadas pueden profundizar al infinito sus negocios, la nueva condición de apertura comercial libera todos los espacios y abre posibilidades infinitas para nuevos e infinitos posicionamientos en el mercado. La apertura comercial, lejos de significar una restricción a la participación social o una profundización de las actividades monopolísticas y la restricción del espacio económico, representa una potenciación de las posibilidades de acceso a la vida económica y al infinito desarrollo de la imaginación y la creatividad de todos los seres humanos. A las ventajas de los sectores ya posicionados, se suman las ventajas de acceso de nuevos e insólitos sectores productivos.
También las desventajas son compartidas por los sectores ya posicionados y los emergentes. Para entender este riesgo, lo principal es comprender que la calidad, la productividad y, en síntesis, la competitividad, son el aspecto central. Por más posicionamiento previo y experiencia productiva que disponga, la eficiencia productiva y el control de calidad serán el núcleo de la supervivencia y pervivencia en la vida económica de toda empresa. Las posibilidades de emplear los desarrollos tecnológicos de punta en su sector, de contar con la mano de obra más calificada y de poseer un entorno consolidado de proveedores de materiales y servicios, resultarán estratégicas. Allí es donde las diferencias entre empresas posicionadas y consolidadas (muchas veces al amparo político y de los privilegios bancarios) y empresas emergentes resultan contrastantes. Unas que cuentan con el prestigio, el capital y las garantías crediticias; otras que sólo cuentan con la habilidad artesanal, la idea precisa o el entusiasmo suficiente, pero carecen de los recursos económicos y los conocimientos empresariales para lograr un producto competitivo. Entonces, toda empresa no posicionada o consolidada, ¿habrá de sucumbir arrollada por las fuerzas ciegas del mercado? ¿Cuáles son y por qué los sectores productivos en más alto riesgo a consecuencia del TLC?
2. Costa Rica: entre la “vocación” y la “nostalgia” agrícolas
Así como se repite en todos los foros y se acepta como verdad innegable que los primeros y máximos ganadores del TLC son los consumidores, asimismo se subraya incansablemente que el sector agrícola es, potencialmente, el mayor de los perdedores. Digo que potencialmente porque no significa que lo sea necesariamente, sino que se trata de uno de los sectores de más alto riesgo. Y la preocupación por el futuro de la agricultura es amplia y sincera; sobre todo, si se parte del criterio de que Costa Rica es un país netamente agrícola. Pero, ¿cuál es el significado de esta aseveración? ¿Que somos un país de “vocación“ agrícola o que el principal componente de la producción nacional proviene del sector agropecuario?
La primera tesis, la de la “vocación agrícola” de nuestro país, más que una conclusión del estudio de la evolución económica de Costa Rica, es una posición romántica que pretende perpetuar el mito de la sociedad rural igualitaria como fuente de la nacionalidad costarricense y al campesino de la sociedad precafetalera, aislado en su minifundio, practicando una economía autosuficiente y compartiendo la pobreza y la ignorancia generalizada del colono enmontañado, como el ideal del ser costarricense. Esta concepción, ya hace tiempo identificada en la historiografía como el resultado de un ideologema nacionalista o como el producto de una interpretación arcaica de nuestra historia, no vendría al caso ahora si no fuera porque su reaparición en el debate sobre el TLC fue impulsado por la Iglesia Católica. En efecto, el ideal del costarricense del siglo XXI como el “labriego sencillo” de la época colonial, fue planteado en el “Comunicado de la Pastoral Social-Caritas con Motivo del Tratado de Libre Comercio”, del 15 de mayo de 2003, y firmado por todas las autoridades eclesiásticas del país. No voy a referirme al “lenguaje sindical” del texto, a las insinuaciones impropias sobre la negociación que allí externaron los obispos ni a su infundada y explícita posición en contra del TLC. Baste decir que el ideal del costarricense de la Iglesia Católica, a la altura del “buen salvaje” de Rousseau es, ya en principio, contrario al ser humano cosmopolita, de alto nivel cultural y de espíritu abierto y librepensador que proyecta la era de la globalización, de la Internet y de la sociedad planetaria de nuestros días.
La segunda tesis es más seria, menos dogmática y definitivamente menos retrógrada, pero igualmente tan equivocada como aquella. De repente, la aparición del TLC en el horizonte histórico de la región provocó una suerte de “nostalgia agrícola” que ha llevado, incluso a académicos y profesionales calificados, ha sobrevalorar idílicamente el papel de la agricultura en el conjunto de la producción nacional. Los propulsores de esta idea no se proponen devolvernos al pasado colonial o decimonónico sino que sufren del espejismo de una sociedad agraria que, si bien pudo ser la realidad de su época, fue feneciendo al ritmo de sus propias vidas. En efecto, para todos aquellos que nacieron en la primera mitad del siglo XX y aún en el período inmediatamente posterior, la sociedad agraria era el entorno inmediato de sus vidas. Las máximas aspiraciones de las clases medias de entonces se concentraba en esta alternativa: o consolidarse en un puesto público o convertirse en finqueros. Pero, esta última, representó el núcleo de la inversión privada y, con las sólitas excepciones de terratenientes y potentados, las expectativas del finquero aquel no alcanzaban siquiera las cortas fronteras nacionales.
Pero la realidad de la agricultura, incluyendo el sector pecuario, la silvicultura y la pesca, es muy otra. Ya hace mucho tiempo que la actividad agropecuaria dejó de ser el elemento determinante de la economía costarricense. Dejemos a los historiadores la tarea de mostrarnos la dinámica de esta transformación y la precisión del punto de giro que subordinó la agricultura a otros sectores productivos más dinámicos y rentables. Lo cierto es que ya para el año 2004, y a pesar de su crecimiento sostenido, el sector agropecuario representó el 8.5% del Producto Interno Bruto costarricense, concentró el 13.4% de la fuerza de trabajo y el 14.3% de la ocupación total del país. Para ese mismo año, según cifras del Ministerio de Agricultura, la industria manufacturera alcanzó un 21.8%, seguida por un 17.3% en el comercio, restaurantes y hoteles y un 13.1% en el rubro de transporte, almacenaje y comunicaciones. Estos dos últimos, como actividades directamente vinculadas al turismo, constituyen el 30.4% del PIB y representan el núcleo de la naturaleza actual de la actividad económica costarricense.
De esa manera, el sector económico de los servicios, a lo largo del quinquenio 2000-2004, logra una participación relativa en el PIB que supera el 65% en el período, en tanto que la agricultura, sumando la silvicultura, la pesca y la minería, alcanza un lejano 9.9%, muy por debajo de la industria manufacturera (21.8%), del comercio, restaurantes y hoteles (17.3%) y del transporte, almacenaje y comunicaciones (13.1%). El siguiente cuadro, según informe del Ministerio de Agricultura y Ganadería, ilustra esta situación con mayor amplitud:
